viernes, 12 de febrero de 2021

EL CONSUELO DEL PACTO DE REDENCIÓN

 




Una de las doctrinas más consoladoras de las Escrituras es la del Pacto de Redención. Esta expresión se refiere a una Alianza eterna entre las tres Personas de la Trinidad: Padre, el Hijo y el Espíritu Santo para salvar, por amor, a un pueblo de entre la humanidad caída. El gran teólogo reformado Herman Bavinck comenta que: “El pacto de redención es en sí mismo una obra de Dios en la eternidad, como tal es el principio, el poder motivador, y la garantía de la obra de redención en la historia”. Encontramos alusiones a este acuerdo eterno en distintas partes de la Escritura. Así, por ejemplo, en el Antiguo Testamento y en el Salmo 2 en esa conversación divina entre el Padre y el Hijo: “Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra”, Salmo 2.8. También encontramos abundantes referencias a ese pacto en el Nuevo Testamento. Esto es así, particularmente en el Evangelio de Juan, en aquellos pasajes en los que el Señor destaca que lo que dice y hace corresponde a la voluntad de aquel que le ha enviado. Así, por ejemplo, Juan 6.38: “Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me envió”. O  Juan 5.30: “No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre” o el versículo 43: “Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, a ése recibiréis”. También en otro grupo de pasajes de este evangelio, Cristo desvela que ha venido a salvar a aquellos que le fueron dados por el Padre: “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra”, Juan 17.6. O los versículo 9: “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son” o el 24 de este mismo capítulo: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo”. El verbo dar, en pasado aquí, alude a un acto anterior a la venida del Señor al mundo, indudablemente se refiere a la eternidad, pero también a ese acuerdo entre el Padre y el Hijo, en el que el Padre nos entregó a El, y que es la base de su venida al mundo. Pablo igualmente incide en esa realidad eterna en Efesios 1.3-6: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado”. El amor del Padre por su iglesia es, en la eternidad, y es en Cristo. Fuimos amados en El. Este aspecto es importante desde un punto de vista pastoral, pues significa que si estamos aquí y ahora, en Cristo, es decir, si hemos acudido a El como Señor y Salvador, entonces es evidencia de que fuimos amados en El en la eternidad. Por eso, otro gran teólogo reformado J.V. Fesko, puede afirmar que: “El Pacto de Redención es principalmente una expresión de amor”. Un amor que la iglesia conoce en el tiempo y en el espacio, usando la conocida expresión de Francis Schaeffer. Y es que este eterno Pacto de redención es la base de los distintos pactos de salvación establecidos entre Dios y su pueblo a lo largo de la Historia. En esta pacto, Cristo aparece como Fiador, delante del Padre, en lugar de su pueblo. Y, al venir a este mundo enviado por el Padre, Cristo asumió en su vida y en su muerte las consecuencias de nuestros propios pecados para sí salvarnos. Conforme a ese pacto eterno, el Espíritu Santo equipó al Hijo de Dios para esta misión de rescate, y se comprometió para aplicar los frutos de la satisfacción de Cristo a la justicia de Dios a sus escogidos. 

Esta enseñanza es extraordinariamente consoladora para la iglesia, pues remacha el hecho de que nuestra salvación no depende de nada en nosotros, sino solo del Señor. Mi salvación descansa sobre un acuerdo o alianza entre el Padre y el Hijo y, por tanto, nada ni nadie puede evitar que yo pueda ser salvo. ¿Quién puede quebrar ese pacto entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? Ese pacto es una promesa eterna, inmutable y todopoderosa y por tanto, tan estable como Dios mismo. De ahí que nada de lo que me acontezca en este mundo, ni siquiera las cosas más adversas, puedan separarme del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 8.38,39). Por tanto, el cristiano es llamado a vivir una vida de gran confianza en el Señor y en la salvación por Él pactada. Una vida de seguridad y aplomo venga lo que venga. Por ello, el cristiano puede cantar con gran gozo a Dios: “Tu cuidas por pacto de mi”. ¿Cómo no vamos, pues, a ponerlo todo a sus pies? Muros de amor rodean siempre al cristiano. ¿Hay consuelo mayor que este para afrontar la vida con todos sus problemas? 

                        José Moreno Berrocal




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